Un fragmento del capítulo 29 de la novela Opendoor, de Iosi Havilio, leído en la última noche de Carne.
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Hay noches que me tiro en el pasto boca arriba y el cielo me deja tonta. Es una sensación que se prolonga por unos minutos y que después se deshace a fuerza de distracción o porque se vuelve triste. En un segundo, voy y vengo, de esa suerte de asombro en estado puro a una especie de introspección complicada. Son cosas que pasan más en el campo que en la ciudad, cosas que le pasan a la gente de la ciudad cuando está en el campo. Jaime se había ido a dormir temprano, no se sentía muy bien. Yo estaba en esto de mirar el cielo cuando apareció Eloisa de sorpresa. Me asustó un poco. Dijo que venía a buscarme para ir a dar una vuelta. Por supuesto que ni le mencioné el episodio del establo, aunque no podía sacármelo de la cabeza por nada del mundo. A pesar de la lluvia de los últimos días, había llegado un calor desubicado con mosquitos y todo. Estábamos en la galería y Eloisa trataba de convencerme de tomar prestada la pick up por un par de horas. -No se va a enterar, si nadie le cuenta no tiene por qué enterarse –dice. –Es una locura –digo yo, por decir algo. Pero no para, insiste, me irrita, se pone en adolescente caprichosa. Son las doce menos cuarto y el aire alrededor no corre, está estancado, como un nubarrón bajo, rasante, plagado de luciérnagas y grillos sincronizados en un contrapunto matemático, un segundo justo separa la chispa de unas del chirrido de los otros. No, le digo. No y dejáte de joder. Quiero hacerle entender las razones pero es imposible: –Si escucha el ruido del motor le va a dar un ataque –digo. –Dále –dice–. Vamos a divertirnos un rato y volvemos, no tiene nada de malo. Eloisa se queda en silencio, mirándome con cara de perro bueno, y sus últimas palabras rebotan en mi cabeza con dulzura. Dále: repiten sus ojos. Y esa mirada que me hipnotiza, me hace sentir un pedazo de clavo en un campo imantado, ojos furiosos, de nena perversa. Eso es, un perro bueno con ojos furiosos. Todo cambia en una fracción de segundo, esa frase tan corta y simple, Vamos a divertirnos un rato, me recorre el cuerpo como una droga potente, se trasforma en lógica pura, en deber. Es así, medio tonto, las cosas revelan su otro lado, su costado inminente. Como esta pendeja que apareció en el momento justo, esta pendeja bruta, hermosa, elemental, que sólo pienso en tocar, tocar y tocar, y sí, hay que divertirse, vamos a divertirnos un rato y volvemos. –Vamos –digo y entre las dos se nos ocurre una idea brillante para no despertar a Jaime. Hay que empujar la camioneta hasta la tranquera y ahí prendemos el motor.