14.12.09

Miguel Ángel Molfino

No entiendo por qué lo decidiste así, te equivocaste, me dijo Patiño, sonriendo, como corrigiendo esa sonrisa equivocada también. Lo que quería decirme, explicarme, era que el accidente de Roxana o esa extraña forma de ocurrírseme el accidente, parecía una impostación, casi un denuedo estilístico, un juego arrogante e inútil de palabras. Así fue como se formó esa noche de apagón, vino malo y lluvia; calor, de miserable calor goteando en las caras (entre los parpadeos de las velas), de imbécil resignación. Estaba la mesa, estaban las sillas de esteras estalladas y ellos allí (parpadean las velas y la nariz de Bentolila y la frente de Papusa se ponen negras por un instante y luego recuperan el color, la forma), también flotaba un olor ácido de cebo derretido. Tenía ganas de extraviarme y estar, sentirme en otro lado; cerrar los ojos y al abrirlos creer que puedo construir un puerto de Borneo o el jadeo líquido de un río americano (...)

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