No entiendo por qué lo decidiste así, te equivocaste, me dijo Patiño, sonriendo, como corrigiendo esa sonrisa equivocada también. Lo que quería decirme, explicarme, era que el accidente de Roxana o esa extraña forma de ocurrírseme el accidente, parecía una impostación, casi un denuedo estilístico, un juego arrogante e inútil de palabras. Así fue como se formó esa noche de apagón, vino malo y lluvia; calor, de miserable calor goteando en las caras (entre los parpadeos de las velas), de imbécil resignación. Estaba la mesa, estaban las sillas de esteras estalladas y ellos allí (parpadean las velas y la nariz de Bentolila y la frente de Papusa se ponen negras por un instante y luego recuperan el color, la forma), también flotaba un olor ácido de cebo derretido. Tenía ganas de extraviarme y estar, sentirme en otro lado; cerrar los ojos y al abrirlos creer que puedo construir un puerto de Borneo o el jadeo líquido de un río americano (...)
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