24.8.09

José Gabriel Ceballos

Tía Chelita era blanca, oh, tan blanca como gorda, una gorda de talco.
A veces me vuelve este recuerdo: ella está en la tertulia vespertina, en la sala que madre reservaba para ocasiones especiales. Sé que es allí pues esas reuniones ocurrían siempre allí mientras permanecían tía Chelita y tía Olimpia (venidas juntas desde Concordia; la segunda, viuda de un gendarme), y por el cortinaje donde se dibujan rectángulos de luz y por los muebles. Anochece, seguramente. La penumbra funde las formas pero tía Chelita emerge nítida por su blancura. Luego, ella sola queda visible; los ojos brillantes, los labios muy rojos en un movimiento intermitente que cada tanto también le frunce la nariz recta y pequeña, sin relación con los formidables cachetes. Entiéndase: digo blancura y no palidez, una blancura que un rodete negrísimo hacía aun más blanca [...] Mariposa azul, en Fabulario de Buenavista.