La Elba,
la Martita,
el Claudio, la Grafa,
la feria tempranísimo en la mañana de invierno, Ballester, el colectivo 127, los
monoblocks, una madre a la que no le gusta llegar de visita
con las manos vacías y para en la carnicería a comprar dos pollos. Una madre
que critica a la cuñada "esa cocina bien porque tiene plata". Una abuela
que confiesa que su padre salía a buscar trabajo y no le daban, o le pagaban
con un cacho de bananas, porque era borracho. Un
padre trabajador en un momento del país en el que se multiplicaban las
huelgas y se hacía fuerte el movimiento obrero: “No puedo parar, vos sabés, los
chicos necesitan zapatillas”.
La escritura tiene un momento proverbial, cuando casi como
por azar se encuentra la punta de un hilo que resiste el tirón y trae algo que
no se sabía que estaba listo para aparecer, algo que se sobrepone y toma la
delantera, como un pez mayor que se traga al pescado que ya tenemos asegurado
en el anzuelo. Los Carne siempre buscamos servir ese plato crudo: un escritor o
escritora en ese trance, más allá de los publicados, de los que atraen
multitudes, siempre anhelamos alguien a quien le esté pasando ese rito medio
sangriento de escritura. Tal vez sea una intención vampírica la nuestra, pescar
el momento justo, el flash en la oscuridad de esa trama íntima, el momento más
lábil, menos especulativo, y por eso más poderoso. Qué alegría nos da tener a
Claudia Sobico con nosotros, una escritora en medio de la noche aciaga y feliz
del encuentro con lo propio: una novela que le pone voz a los personajes de una
familia fuera de los límites de la capital, en un momento vital, tremendo y
esperanzador de la Argentina.
Qué alegría que nos deje espiarla y nos venga a leer
fragmentos de su primera novela.
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