4.7.06
Cuando se termina una película no se termina, empieza otra cosa, un momento horrible de la vida: la promoción de la película.
En general, cuando hago una película es para sacármela de encima. Para olvidar un tema que me viene rondando, acosando, hace años. Son exorcismos. Plasmo esas expulsiones en la pantalla para cambiar de pensamiento. Y luego de todas las instancias que implican la realización de un film -¡que elegante suena film!-, quedo agotada, exhausta, muchas veces desilusionada y otras tantas destrozada. Porque ese pensamiento que me ha perseguido como los ojos de un torturado, durante años, ha logrado atravesarme los órganos, descomprimirme la mirada y afianzarme en la vagancia. Cada vez que veo la primera copia de una de mis películas pienso en vacaciones, es lo único que se me ocurre.
El fósforo de mi cuerpo aún no se recicla y sin embargo todavía falta lo peor, el momento de las entrevistas, las notas, las fotos, las preguntas que se repiten. Discutir con maquilladoras, peinadores, fotógrafas, decir una y otra vez: es que yo no soy actriz –como si solo las actrices se maquillaran- estoy detrás de cámara. ¿Y eso que tiene que ver? ¿Acaso Ed Wood para dirigir no se vestía de mujer? ¿Acaso yo para dirigir no me disfrazo de algo? ¿de qué me disfrazaré en la próxima? al menos esta es una pregunta alentadora. ¡Soy directora! Repito una y otra vez frente a fotógrafos, agentes de prensa, que me piden que baje el mentón, que sonría, que mire a la derecha, a la izquierda, a cámara. Aunque cuando llega el momento de la entrevista, “directora” ya me suena ampuloso, entonces digo “cineasta”, que es mucho peor aún.
“En esta foto estás muy linda”, me dice Agustina, la coordinadora de producción, mientras miramos las fotos del making off de mi última odisea. Así me gusta llamar a los rodajes en privado. Y yo hoy, que estoy de un humor exultante y estúpido contesto, soy linda, Agustina, qué es eso de “estás”…
¿Por qué se supone que dirigir es estar señalando algo? A mí, de todas estas fotos la que más me gusta es una que estoy de espaldas. Se ve mi nuca despejada, porque llevo el pelo corto, y más lejos, de frente a cámara, se ve a un hombre y una mujer teniendo sexo: ella sentada sobre unos baúles con las piernas abiertas, él parado, hace que la penetra con violencia. A la derecha de cuadro se ve un monitor que repite la escena que yo (mi yo en la foto) tengo delante de los ojos, y frente al monitor otra nuca, la de un hombre joven que mira al monitor y se asoma de entre sus brazos una escopeta. A la izquierda de cuadro la cámara de cine y una mujer vestida de negro, con borceguíes y capucha (sí, parece una guerrillera) montada sobre el aparato, filma la escena. Y lo mejor de la foto es una niña dando la espalda a la escena de sexo, mirando a cámara (a la cámara de fotos) con ojos de loca. El hombre joven es el jefe de producción que estaba preparando las armas para la próxima escena pero se detuvo un rato en ésta. La guerrillera es la directora de fotografía. La niña es mi actriz, quien dentro de unos meses en un festival le arrebatará el premio a Mejor Actriz a Juliette Binoche y pasará a ser una eminencia en su pueblo.
La foto, a mí, me parece brillante, resume muchas cosas de la película que se intenta promocionar: el sexo, la niña extraña, el rodaje caótico, las armas que invariablemente inquietan y el campo. Ah, me olvidaba, detrás de la escena de sexo se ve la llanura, y el rocío que corona. Todos los que estamos fuera del alcance de la cámara de cine estamos vestidos con ropas de nieve. Es decir: estamos mirando como dos actores se cagan de frío. Pero lo que más me gusta de la foto es que soy un extra: no tengo los auriculares puestos, no estoy mirando por cámara y ni siquiera estoy frente al monitor, y lo que es peor, no estoy señalando a nada ni a nadie ¿qué clase de directora soy? Una colada en mi propia imaginación.
Elijo esa foto. No pasa el filtro. Agustina, que ya está harta de mí, no sabe si reírse o cagarme a piñas. Como todavía le queda algo de resto me pide que me vaya.
Lo logré, puedo irme a casa a ver la tele o al bar de unos amigos a comprar cocaína y desnucarme hasta próximo aviso.
Hace muchos años hice una película por la que todavía hago notas. Aquí y allí me siguen preguntando por esa bella pero ya insoportable obra realizada. Intenté no repetirme pero esto es imposible teniendo en cuenta que ya no me acuerdo ni por qué la hice, ni mucho menos qué dije en ese momento, así que es probable que no solo me haya repetido sino que me haya contradicho, más de una vez. En algún momento esto me preocupó, entonces intentaba releer algo de lo que había escrito sobre esa película antes de ir a las notas pautadas. Pasado determinado tiempo ya no sólo no me importa repetirme, contradecirme o enredarme, sino que no puedo leer una sola línea de las que escribí sobre aquella película. Durante un tiempo monté una estrategia: me hacía pasar por otra persona, atendía el teléfono y decía: “No, Albertina se fue a vivir al campo”. Algunos se contrariaban porque me reconocían la voz pero yo estaba tan convencida de lo que hacía que no les quedaba más que cortar y resignarse o llamar a algún colega para preguntarle si sabía algo de mi salud mental. Abandoné la frasecita del campo cuando mi psicoanalista me dijo que era la que usaban los suicidas para despedirse. ¿Todas las suicidadas utilizan la misma? No, no todos, pero es muy común entre ellos, me dijo. Y me acordé de mi amigo Ricardo que antes de subirse al piso 19 y lanzarse al vacío le informó a su hermana que se iba a vivir al campo. Dejé la frase, dejé al analista, cambié mi número de celular y me puse en manos de un psiquiatra.
A cada una le duele lo que le duele. A mí ver a las palomas me hace picar la columna vertebral y las arañas me traen sueños eróticos.
Hace tiempo que tengo ganas de hacer una película sobre un niño que está convencido de que su mamá es bruja. La madre todos los días al irse a trabajar se despide de sus cinco hijos diciendo “me los llevo en el corazón”. La madre es una mujer realmente pequeña y al más chico de sus hijos se le ocurre que la única manera de llevárselos en el corazón es reduciéndolos de noche. Entonces se convence de que su madre es bruja, tiene poderes especiales y eso a él le da cada vez más miedo. Entonces la madre, que es una mujer amorosa, al ver que el menor de sus hijos está sufriendo por algo que ella no entiende, intenta ayudarlo diciéndole cosas tan desbordadas de amor que al niño alienan por completo. Finalmente, totalmente extrañado de las intenciones de su madre, el niño abandona el hogar. Durante toda la película, el niño nos parece un monstruo que ataca a su amorosa madre, los otros cuatro hermanos la aman tanto como ella ama a sus cinco hijos. Cuando el niño abandona la casa, los hermanos mayores salen a buscarlo aterrados, el niño podría estar en peligro. La madre queda desolada en la casa. Los hermanos encuentran al prófugo en un terreno baldío, al descubrir que el pequeño abandonó el hogar por propia voluntad, lo increpan y el niño se suelta y dice todo lo que sabe, o cree saber, sobre su madre. El mayor se enloquece por las barbaridades del más chico y le da un golpe, el niño cae y su cabeza rebota sobre unos hierros oxidados. Muere al instante. Los cuatro hermanos vuelven a casa desesperados, buscando el pulso para explicarle el accidente a su madre. Cuando llegan, ven por la ventana de la cocina a la madre, que se está descosiendo un pequeño tajo que tiene a la altura del corazón y de allí se saca al mayor de los hermanos, al asesino primero y luego a los otros tres y al único que deja en su corazón antes de suturar la hendidura es a su hijo muerto.
Una fábula siniestra sobre los equívocos del amor.
Y yo me pasaría varios meses hablando sobre la maternidad y la infancia, y la imaginería de los niños, y de como ser madre es equivocarse permanentemente, y la culpa, y el miedo a la muerte.
Voy a hacer una de tiros, así las preguntas son menores. Estamos tan acostumbrados a ver tiros en cine que nos parece más natural que las personas usen armas que que las personas no se entiendan. Es que en la pantalla no vemos personas sino modelos, modelos ficcionales de momentos emocionales. Espectros, a los que en definitiva las balas no atraviesan.
Estoy cada vez más cerca de Tren de sombras y cada vez más lejos de poder narrar algo en forma lineal. De este mismo modo, estoy cada más cerca de los fantasmas que del mundo real. Lo importante aquí es reconocerlo y no perderse en esfuerzos absurdos de adaptación al mundo. Y entonces una vez declarado todo esto creo que puedo empezar con lo que sigue, que no es un luego sino algo que no tiene nada que ver con lo anterior. Y vuelvo, no es que sea relevante volver sino el camino, la distancia entre voy y vengo. Vuelvo a unas líneas anteriores, a eso de no poder leer lo que he escrito hace años. Me pasa algo similar con un hecho más importante: el parto de mi hijo.
Lo parí en casa y fue un momento de locura tan grande que a veces creo que no me repongo de aquella que fui en esas horas. Lo parí en casa, como decía antes, y lo filmé a dos cámaras operadas por médicos, parteras y por mi mujer que parió conmigo. El material, entonces, es imperdible y hay un plano que me vuelve loca.
La cámara quedó tirada en el piso grabando, se ve la puerta-ventana del living de nuestra casa, está oscuro adentro y se ve el farol de la calle y sólo se escuchan mis quejidos, por momentos pasan unos pies frente a cámara que son como unas apariciones que vinieron a visitarme aquel día. Y el plano dura minutos, minutos que se hacen interminables por lo inquietante; el sonido fuera de cuadro es contundente, y esa imagen rota de video casero es tan conveniente a lo que está sucediendo. Ese plano solo, cambia toda mi visión del cine. El plano me pone en un lugar nuevo y desconocido.
El desenlace es que este material no lo pude editar, a pesar del año y medio transcurrido, y cada vez que intento verlo se me ponen los pelos de punta y me quedo mirando el enigmático plano vacío. No logro avanzar, cada vez que el plano se corta y aparece otra imagen, tengo que apretar el botón de forward para tolerar lo que sigue. Porque no solo no me reconozco, sino que es tanta la emoción que transmite ese cuerpo gordo, desbordadamente gordo, exuberante, que me hace temblar y finalmente lo apago. Recién ahora empiezo a reconocer que fui yo, que salió de mi cuerpo, durante este tiempo me parecía que le estaba robando el relato de su nacimiento a mi hijo. Es tan poderosa esa mujer a punto de parir que me resultaba un material obsceno y mezquino. Es SU nacimiento ¿que hago yo ahí?
Me he pasado tanto tiempo pensando en cómo se filma la violencia, en cómo se filma el deseo, ese momento tan extraño en que el cuerpo de la otra o del otro suspende toda nuestra racionalidad. En cómo se representan esos instantes de suspensión. ¿Cómo se ponen en escena esos minutos, segundos, horas, días en que el olfato se oblitera para dar paso a otros sentidos? Aquí hago una escala y escribo lo que no puedo rodar, editar ni ver.
Ese plano vacío, roto, oscuro, con ese sonido de instrumentos, voces bajitas, una mujer que gime, los pies descalzos que atraviesan y hacen que el diafragma digital de la cámara enloquezca, el cuadro levemente ladeado hacia la derecha, el farol de la calle encendido, es la mejor filmación de una escena de sexo que vi en mi vida. Una escena de sexo duro y puro, porque eso es parir.
Y lo mejor de todo es que esa película de sexo desenfrenado nunca voy estrenarla, por lo tanto jamás tendré que dar explicaciones sobre como me entregué al incesto aquel memorable día.
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