16.7.10

Las chicas solo quieren divertirse

Matilde Sánchez leyendo fragmentos de Los daños materiales
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Hace once años escribí una nota sobre nueva narrativa argentina. Hace once años la nueva narrativa argentina era un poco el eco de lo que se había disparado con la primavera alfonsinista y que se hacía visible en los libros de Biblioteca del Sur (los escritores apodados “planetarios”), y en revistas como El Porteño, Cerdos & Peces, La Maga, Babel y Página/30. No sé por qué me había obsesionado con el asunto, por qué me pasé tantas horas leyendo, sacando copias en la hemeroteca del Congreso, regateando en librerías de viejo, saqueando las bibliotecas de mis amigos. Hoy, viéndolo a la distancia, creo que ahí había algo que necesitaba conocer, entender y, en algún punto, decidir. Ellos, los de treinta y pico, eran los que tenía unos metros más adelante. Y sinceramente no estaba muy segura de querer seguir sus pasos. Después me di cuenta de que había algo más fuerte que los gustos y las fechas de nacimiento que nos separaba. La dictadura. Para mí, espectadora tiernita, los ochenta y principios de los noventa son inolvidables. El nacimiento del pop, cierto periodismo sucio y visceral, el teatro de tugurio que te volaba la cabeza. A la literatura le tocó un lugar difícil. Quizás al cine también. Había una necesidad que después se transformó en mandato, de dar cuenta de los años negros. Lo importante no era cómo sino qué contar. Los mayores que sobrevivieron lo hicieron, pero los de treinta y pico –no todos pero sí un grupo importante- volantearon para otro lado. Se sentían incómodos con lo popular, se sentían incómodos con los motes generacionales, se sentían incómodos con cualquier tipo de militancia: política, estética, religiosa. Pero además de incomodidad, se sentía cierto desgarro. Debe ser muy dolorosa la rebelión de los hijos huérfanos, cuando no hay padres para matar porque ya están todos muertos. Imagino que divertirse fue una forma de revancha. Los chicos sólo quieren divertirse. Y digo chicos a propósito porque casi todos eran varones: Feiling, Caparrós, Dorio, Bizzio, Guebel, Pauls, Fresán, Figueras. De las pocas mujeres que salieron a publicar por esos años, una era Matilde Sánchez. También estaban Esther Cross, Laura Ramos, Cristina Civale. Muchos eran reconocidos periodistas de medios gráficos, radio y tele. De Matilde Sánchez leí El Dock. Y me impactó. Era la primera vez que leía una novela en donde sobrevolaba un episodio histórico que yo había vivido: el copamiento de Tablada. Vivido por televisión, como la protagonista de la novela. También había algo de la voz y del lenguaje que me resultaban más cercanos que otros. Aunque la verdad tengo un recuerdo amorfo de mi lectura, un recuerdo que incluye entrevistas y notas sobre los nuevos narradores. Sánchez era una de las pocas que reivindicaba lo político en la escritura o la conjunción de lo íntimo y lo político, pero lo que me atraía era algo más barrial: lo contundente de su presencia en esa banda de tipos. Pasaron los años y las novelas, y creo que todos ellos quedaron en un lugar extraño, no son los viejos que se sacan fotos con la pipa en su sillón de colección, ni tampoco los jóvenes hermosos y descollantes del pasado. Como dice la narradora de El Dock:
Nuestros ídolos juveniles habían perdido el pelo y ganado un abdomen, envejecían en el anonimato, en el alcohol o bien bajo el pulso de los cirujanos. Con el correr del tiempo también habían muerto todos los padres, en epidemias coincidentes, extraños contagios a un ritmo, digamos, de dos por año. Desde luego, a largo plazo esto simplificaba la vida pero nos convertía en responsables, y naturalmente no digo esto sin ironía. Hasta que finalmente comprobamos que nosotros no éramos más de lo que éramos. Otra generación en la serie indefinida de generaciones.
Pasaron los años. Ahora la de treinta y pico soy yo. Miro alrededor y siento que nuestra cruz es menos pesada, que somos muchos, que hay de todo. Y que bulle.

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